El mito de la Ciudad de los Césares surge en los albores de la conformación de nuestro país y evoluciona en paralelo a la comprensión que se ha tenido del territorio. Sin embargo, persisten interrogantes: ¿existió realmente esta ciudad legendaria? ¿Qué evidencias sostienen que algo remotamente similar pudo emerger en los confines del Cono Sur?
La Historia
La Ciudad de los Césares no fue un mito único en la época de la conquista del Nuevo Mundo. Desde antes incluso de que las potencias europeas comenzaran la apropiación y destrucción de los imperios y naciones americanas, la mitología medieval ya poblaba las tierras al oeste del estrecho de Gibraltar. Las islas de Brasil, Antilla, San Brandán o las Siete Ciudades ya eran "vistas" y cartografiadas por marinos de distintas naciones.
Ni siquiera puede decirse que la Ciudad de los Césares haya sido el primer mito de Chile, ya que los gigantes imaginarios de la Patagonia, descritos por la expedición de Magallanes, fueron sin duda los primeros, gracias a la exagerada pluma de Pigafetta.
Francisco Cesar
La historia de la Ciudad de los Césares parte con la expedición de Sebastián Caboto a lo que hoy es Argentina en 1527. En la isla de Santa Catalina, en el actual Brasil, Caboto se encontró con náufragos de la expedición de Juan Díaz de Solís de 1516, quienes le relataron las historias que los indígenas locales les habían contado sobre un riquísimo Rey Blanco y sus maravillosas minas de oro y plata en la Sierra de la Plata, así como sobre el malogrado "ejército guaraní" de Alejo García. Es decir, estaban describiendo al gran Inca y las minas de Potosí.
Con estos rumores en mente, Caboto decidió abandonar su misión original de llegar a las Molucas y buscar estas riquezas. Algunos sostienen que su verdadero objetivo siempre fue hallar este misterioso imperio del Cono Sur, del que ya se hablaba entre los guaraníes, tupíes y otros pueblos del norte de Sudamérica.
Así, en 1527 llegó al Río de la Plata (conocido en ese entonces como el río de Solís) y fundó algunos asentamientos en sus riberas. Como su objetivo principal era encontrar la mítica Sierra de la Plata, organizó una expedición con 160 hombres, incluyendo a su traductor Francisco del Puerto, un náufrago de la expedición de Solís. Avanzaron hacia el noroeste y, en la confluencia de los ríos Paraná y Carcarañá, establecieron el fuerte de Sancti Spiritu en 1527, al norte de la actual Rosario, como base de operaciones para la búsqueda del Rey Blanco y sus minas.
Exploraron río arriba por el Paraná y llegaron hasta el Paraguay, pero sin éxito. En noviembre de 1528, Caboto envió al capitán Francisco César a explorar hacia el oeste de Sancti Spiritu con 13 o 14 hombres. Tras dos o tres meses (las fuentes varían), César regresó con solo seis o siete sobrevivientes y relatos de ciudades de piedra, personas vestidas con ropas y extraños animales llamados "ovejas de tierra" o "del Perú" (llamas).
Poco después del regreso de la expedición, Sancti Spiritu fue atacado y finalmente abandonado. Caboto y sus hombres regresaron a España, llevando consigo los relatos de César.
Por el tiempo que pasó entre su salida y su regreso, lo más probable es que Francisco César haya alcanzado las sierras de Córdoba, donde entró en contacto con pueblos bajo la influencia cultural inca.
En ese entonces, los españoles aún desconocían la verdadera magnitud del Imperio Inca y solo habían escuchado rumores dispersos sobre su existencia. Apenas un par de años antes, Pascual de Andagoya había oído hablar del mítico "Birú" o "Pirú" en las costas de Colombia. Paralelamente a la expedición de Caboto, Pizarro, Almagro y compañía partían desde Panamá en busca de esta enigmática tierra.
En otras palabras, mientras Caboto y César seguían la pista del Rey Blanco desde Argentina, Pizarro y Almagro lo hacían desde Panamá.
Resumiendo el origen del mito, la "ciudad" descrita por Francisco César es, en esencia, un reflejo de algunas características del Imperio Inca: su Rey Blanco, su avanzada civilización y sus riquezas de oro y plata. La primigenia "Ciudad de los Césares" no era más que una proyección de las ciudades más opulentas y desarrolladas del Imperio Inca, probablemente el mismísimo Cuzco.
Náufragos del fin del mundo
Con el relato del viaje de Francisco César apenas tenemos los elementos iniciales del mito: un nombre, riquezas y una civilización perdida. Pero algunos años después, se agrega un nuevo componente que aleja la legendaria ciudad de sus orígenes incaicos y la sitúa en la Patagonia y la cordillera chilena.
Los primeros europeos en avistar lo que hoy es Chile y en cruzar navegando del Atlántico al Pacífico (del Mar Océano al Mar del Sur) fueron los integrantes de la expedición de Hernando de Magallanes. Este portugués, al servicio del Imperio Español y con una tripulación diversa de españoles, portugueses y alemanes, cruzó el estrecho en 1520 y recorrió el sur de Chile sin mayor interacción con los habitantes locales, pues su objetivo era llegar a las Islas de las Especias (Molucas). El éxito de la travesía incentivó la organización de nuevas expediciones privadas con la meta de alcanzar Asia.
En 1534, Simón de Alcazaba y Sotomayor partió de España con una capitulación real para tomar posesión de todo el territorio entre Buenos Aires y el Estrecho de Magallanes. Zarpó con 250 hombres en dos naves, la Madre de Dios y la San Pedro. Cerca de Camarones, se autoproclamó gobernador de Nueva León y fundó un asentamiento llamado Puerto de los Leones. Sin embargo, la pobreza del suelo y la ausencia de oro o plata hicieron que sus propios hombres se amotinaran y lo asesinaran. Los leales al gobernador lograron sofocar la revuelta, ejecutaron a los cabecillas y abandonaron a otros en la región, antes de zarpar al norte en junio de 1535. De los 250 expedicionarios, solo 80 regresaron; el resto murió o fue abandonado.
En 1539, zarparon de España tres naves enviadas por el Obispo de Plasencia, Gutierre de Vargas Carvajal, bajo el mando de fray Francisco de la Ribera. Su objetivo era tomar control de Nueva León y colonizar la Patagonia, asegurando el paso hacia las Islas de las Especias. A inicios de 1540, la flota llegó al estrecho, pero solo la nave de Alonso de Camargo logró sortearlo y alcanzar el Perú en agosto, tras recorrer completamente la costa chilena. La nave comandada por Gonzalo de Alvarado regresó a España, mientras que la nave capitana, con el comendador fray Francisco de la Ribera a bordo, naufragó el 20 de enero de 1540. Sus 150 tripulantes sobrevivieron, pero quedaron abandonados a su suerte en el estrecho, sin que se volviera a tener noticias certeras de ellos. Así, pasaron a formar parte de la leyenda.
Enrique de Gandía menciona una cuarta nave en la expedición, la cual se habría perdido sin rastro, posiblemente naufragada al oriente del estrecho. Sin embargo, en este relato he priorizado las fechas establecidas por José Toribio Medina.
Se forjó entonces la leyenda de que los náufragos sobrevivieron, se establecieron en la región y se mezclaron con los pueblos indígenas. Incluso se dice que Sebastián de Argüello se convirtió en su líder, autoproclamándose Patriarca y Emperador de los Césares, aunque no existen fuentes fidedignas que lo confirmen. En 1563, dos supuestos sobrevivientes, Pedro de Obiedo y Antonio de Cobos, llegaron a Concepción y testificaron que Sebastián de Argüello había fundado un asentamiento en el sur, donde convivía con indígenas y supuestos desterrados incas que habían huido con sus tesoros. Sin embargo, lo más probable es que estos hombres fueran desertores inventando una historia para salvarse.
Los náufragos de la Ribera no fueron olvidados. Se mencionan en la expedición ordenada por Pedro de Valdivia y comandada por Alderete, quien declaró haber oído rumores sobre su existencia. Se decía que intentaron llegar a Chile, pero los nativos no los dejaron y se vieron obligados a volver al Atlántico, dejando cruces y ollas con cartas.
Para 1562, la civilización de los Césares ya se ubicaba en el sur de Chile. Se creía que había sido construida por los náufragos de Simón de Alcazaba y la flota del Obispo de Plasencia. La ciudad comenzó a recibir otros nombres, como Telan, Linlín, Elelín, Conlara y Trapalanda. Oñez de Loyola, uno de los primeros gobernadores de Chile, proponía salir en su búsqueda, al igual que el Adelantado Alderete.
En 1581, nuevos desafortunados se sumarían a los hipotéticos habitantes de la Ciudad de los Césares. Pedro Sarmiento de Gamboa intentó colonizar el Estrecho, fundando los fatídicos asentamientos de Nombre de Jesús y Rey Don Felipe (posteriormente conocido como Puerto del Hambre). Sin embargo, un temporal azotó la región justo cuando la mayoría de los colonos habían desembarcado, dejando atrapados a unos 330 hombres, mujeres y niños sin suficientes provisiones y herramientas. Sarmiento intentó organizar ayuda desde Brasil, pero los intentos fallaron por el mal tiempo. Luego, viajó a España para solicitar socorro, pero en el camino fue capturado primero por los ingleses y luego por los franceses, lo que selló el destino de los colonos.
En 1587, el corsario inglés Thomas Cavendish llegó a Rey Don Felipe y encontró solo ruinas. Rescató a Tomé Hernández, pero los otros 20 sobrevivientes no lograron embarcarse debido al mal tiempo. Pronto, estos desafortunados pasarían a engrosar la leyenda de la Ciudad de los Césares.
En 1604, Hernandarias organizó una expedición con 200 hombres para buscarlos, pero solo alcanzó las márgenes del Río Negro en Argentina. Fue él quien, al escuchar relatos de los habitantes de la Patagonia, situó la ciudad en la cordillera chilena.
Ya tenemos los elementos esenciales del mito: rumores sobre el Imperio Inca, náufragos europeos fundando una ciudad en la Patagonia y un tercer factor que cimentará la leyenda: los refugiados.
Refugio de la guerra
Ya en la década de 1550 comenzó a circular el rumor de que nobles, sacerdotes y burócratas del Imperio Inca habían escapado tras la caída de Cuzco, llevándose tesoros y fundando una ciudad oculta en el sur. Estos rumores tenían una base real, pues varios miembros del aparato imperial efectivamente huyeron, refugiándose en lugares de difícil acceso, como Machu Picchu y otras zonas remotas en los confines del imperio. De hecho, este éxodo habría comenzado antes de la llegada de Pizarro, Almagro y compañía, impulsado por la guerra civil entre los hermanos Huáscar y Atahualpa.
Sin embargo, como todo buen rumor, la historia se fue distorsionando con el tiempo, adquiriendo ribetes cada vez más fantásticos: las ciudades secretas crecían en esplendor y los tesoros rescatados se volvían inagotables. Como era de esperarse, este relato terminó fusionándose con el gran mito integrador del Cono Sur: la Ciudad de los Césares.
Los refugiados incas no fueron los únicos que buscaron amparo en esta urbe legendaria. Tras el alzamiento general de las tribus mapuche y huilliche y la batalla de Curalaba, el Imperio Español perdió las siete ciudades al sur del Biobío: Santa Cruz de Coya (actual Santa Juana), Los Confines de Angol o San Andrés de los Infantes, La Imperial (actual Carahue), San Felipe de Arauco, Villarrica, Santa María la Blanca de Valdivia y Santa Marina de Gaete o Villa de San Mateo de Osorno.
Los habitantes de las ciudades más al norte huyeron a Concepción y Cañete, mientras que los de las localidades más australes primero se refugiaron en Valdivia, pero cuando esta cayó, debieron desplazarse aún más al sur, hasta el Seno del Reloncaví, donde se asentaron en las villas y fuertes de Carelmapu y Calbuco.
Pronto comenzaron a circular rumores sobre algunos habitantes de Villarrica y Osorno que, en lugar de huir hacia el sur, escaparon hacia la cordillera con sus tesoros. A estos se les conocería como los "Césares osorneses". Aunque las fabulosas riquezas atribuidas a esas ciudades eran más un mito que una realidad, la posibilidad de que algunos pobladores se internaran en los Andes no era descabellada. En 1622, Jerónimo Luis de Cabrera partió desde Córdoba al mando de una expedición de 400 hombres, 200 carretas y 6.000 cabezas de ganado en busca de los Césares. En su recorrido por la Patagonia, Cabrera afirmó haber encontrado plantaciones de manzanos, que atribuyó a los osorneses que habrían huido de Chile en un intento fallido por llegar a Buenos Aires.
Condimentos
A partir de estos relatos —todos con alguna base real—, nació el mito de la Ciudad de los Césares. Un mito que, con el tiempo, absorbió toda noticia o rumor sobre tierras desconocidas que llegara a oídos de españoles e indígenas en el Cono Sur.
Así, en 1560, Pero de Villagra organizó una expedición en busca de las grandes salinas al otro lado de la cordillera, en lo que hoy es Argentina. Estas tierras, bautizadas como "Tierras de la Sal" en el imaginario colectivo, fueron pronto incorporadas a la leyenda de la ciudad perdida.
Por su parte, en 1558, desde la recién fundada Cañete de la Frontera, don García Hurtado de Mendoza escribió sobre la existencia de "indios coronados" que vivirían más al sur. No hay consenso sobre el significado exacto de este término, pero probablemente hacía referencia a comunidades jerárquicamente organizadas con un marcado militarismo. Con el tiempo, esta idea también fue absorbida por el mito de la Ciudad de los Césares, aunque los verdaderos "coronados" habitaban al norte de Sudamérica.
La historia mítica
Como se ha visto, el mito tiene su origen en hechos reales: las historias recogidas por Francisco César sobre el Imperio Inca, las hipotéticas fundaciones de náufragos europeos y los refugiados de las guerras, todo ello sazonado con riquezas escondidas y tierras fértiles llenas de oro, plata y sal. Pero esto no basta para convertir la Ciudad de los Césares en la construcción fantástica que enmarca el pasado colonial e inmediatamente posterior de una tierra aún por dominar, como era el Cono Sur meridional.
El mito fantástico tiene como padre a Ruy Díaz de Guzmán, quien, 100 años después de la sucinta narración de Francisco César, embellece la historia. Ruy Díaz inventa que César y su compañía regresan a un Sancti Spiritu abandonado y deciden partir hacia el oeste, atravesando Atacama y llegando a Cuzco justo cuando Pizarro, Almagro y compañía apresan a Atahualpa. Así, la expedición de dos meses de Francisco César se convierte en una odisea por tierras ignotas, que con cada repetición lo aleja más, llevándolos incluso a tierras patagónicas.
En el mismo siglo XVII, los jesuitas de Chiloé comenzaron sus campañas de exploración y evangelización en las tierras "despobladas" tras Curalaba, así como en las tierras al otro lado de la cordillera. Genuinamente buscaban a los "perdidos" Césares o patagones para "reencausarlos" en las creencias cristianas, pues los suponían sin pastores. Así, en 1662, el padre Jerónimo de Montemayor parte en su búsqueda, claramente sin éxito. En 1670, el famoso padre Nicolás de Mascardi parte de Chiloé, guiado por la "princesa" huilliche Huangüelé en busca de la ciudad, redescubriendo el paso del Tronador y fundando la misión de Nahuel Huapi. Mascardi no ceja en su búsqueda de los "cristianos perdidos" y, en 1672, siguiendo historias de nativos que le hablaban de un poblado de europeos, encuentra, para su decepción, los restos del campamento de la expedición de John Naubourough, cuyo propósito era el contrabando hacia las colonias españolas del Pacífico. La búsqueda de Mascardi terminó con su asesinato a manos de los indígenas en 1673, en Nahuel Huapi.
Irónicamente, el siglo de las luces fue cuando el mito cobró más fuerza, con jesuitas y aventureros buscando la mítica ciudad por todo el sur del continente. Las expediciones se alimentaban de historias mal entendidas. Por ejemplo, en Buenos Aires se creía que las noticias sobre el asentamiento de Nahuel Huapi correspondían a la Ciudad de los Césares, mientras que aquellos que exploraban desde Chile escuchaban relatos sobre una gran ciudad de europeos, que no era más que Buenos Aires o algunas ciudades españolas "conocidas", descritas de segunda o incluso tercera mano por los indígenas de la Patagonia.
En este siglo, el mito se volvió más complejo, dándole a la ciudad una estructura más elaborada. Así, Trapalanda pasó a ser la región donde se asentaba la ciudad, en las Tierras de la Sal, y la urbe misma pasó a ser la Ciudad de los Césares o Patagones. La influencia de los Césares creció, y se les atribuyó la fundación de otras ciudades míticas, como Santa Mónica del Valle, supuesta fundación cerca del estero de Cahuelmo en Palena, frente a la no menos interesante isla de Llancahue (donde el Dresden se escondió durante sus tropelías corsarias por los mares del sur y, supuestamente, dejó su tesoro). Así como Ruy Díaz fue el padre del mito en el siglo XVII, en el siglo XVIII quienes alimentaron el espejismo de la ciudad fueron el capitán Ignacio Pinuer de Valdivia y el jesuita padre Thomas Falkner.
El personaje de Ignacio Pinuer es realmente quijotesco. Era uno de los ciudadanos importantes de Valdivia durante el siglo XVIII, capitán de ejército y también dueño de la fábrica de ladrillos de Teja. En 1774, escribió un informe dirigido al Gobernador de Chile y al Virrey del Perú, relatando la existencia de la fabulosa Ciudad de los Césares, con todos los elementos del mito (riquezas incomparables, refugiados, etc.), lo que llevó a la realización de varias expediciones, incluida la suya propia en 1776, en la que, acompañado de 80 soldados, recorrió las faldas occidentales de la cordillera desde Valdivia hasta el Lago Llanquihue, sin encontrarla. Su hipótesis era que la ciudad había sido fundada por los osorneses perdidos en la sublevación de 1600. Tal fue el impacto de su informe que, tras las expediciones financiadas por el tesoro real, se generó un debate en los Autos de Valdivia sobre la realidad de las historias quijotescas de Pinuer, con partidarios y detractores.
Otros españoles de la época narraban fantásticos viajes a la ciudad, como el padre Feijoo (quien era escéptico, pero repetía lo que se decía de ella), Silvestre Antonio Rojas o el padre Lozano, pero el más famoso fue el padre Thomas Falkner, quien escribió "Derrotero desde la ciudad de Buenos Aires hasta la de los Césares, que por otro nombre llaman la Ciudad Encantada" en 1774. Falkner relataba que la ciudad se encontraba en las tierras de los puelches, es decir, cerca del Nahuel Huapi. Decía que en la orilla del lago había dos ciudades, una de españoles y otra de indígenas. Para Falkner, la denominación "Césares" correspondía a los indígenas, no a los españoles establecidos en sus cercanías. Otros jesuitas comentaban que la laguna mencionada por Falkner era, en realidad, el Lago Puyehue. Así, las últimas expediciones del siglo XVIII en busca de la ciudad la consideraban un lugar real, hasta el punto de que muchas de ellas fueron financiadas por el gobierno colonial, bajo la hipótesis de que, tras las historias fantásticas de ciudades mágicas en la Patagonia, podrían esconderse asentamientos reales de potencias enemigas. Pero estas expediciones solo perseguían espejismos, como los asentamientos reales de españoles, tales como Carmen de los Patagones o la abandonada Nahuel Huapi.
El mito moderno
Los últimos buscadores de la ciudad mítica en la colonia, como Pinuer, Faulkner y otros, dieron paso a un siglo en el que la independencia de La Plata y Chile llevó a olvidar estas quiméricas búsquedas, en pos de un intento serio de exploración y colonización. Así, en una sociedad racional, influenciada por el espíritu revolucionario francés y estadounidense, se apostó por la exploración científica y técnica del territorio. Paradójicamente, quien le dio oficialmente el final a las búsquedas de la ciudad fue José Manuel de Moraleda. Este famoso oficial de la corona zarpó en febrero de 1794 con una carta para los Césares, en su misión de cartografiar las canales del sur de Chile, pero al regresar a Chiloé el 18 de mayo de 1794 ya dudaba completamente de su existencia. Sus observaciones, por tanto, dieron el golpe definitivo a las antiguas creencias.
Pero José Manuel de Moraleda se vio envuelto involuntariamente en la creación de otro mito de nuestro país. De acuerdo con los juicios contra los brujos de Chiloé un siglo después, José era un poderoso brujo que se enfrentó a la machi Chillpila, pero fue derrotado por esta. Sin embargo, quedó tan encantado con el combate mágico que le regaló su libro de hechizos, sobre el cual se fundó la Recta Provincia.
En la nueva república, la Ciudad Encantada pasó a ser cuento de viejas, leyendas medievales que no tenían espacio en la modernidad de los ferrocarriles y los barcos a vapor. Solo los historiadores se interesaron en la historia, documentando sus raíces históricas y documentales, tal como hago aquí. Pero desde inicios del siglo XX hubo un renacer mágico del mito, tanto por la revalorización de mitos y leyendas, como lo hizo el gran Oreste Plath, como por nuevas teorías históricas que buscaban en estos mitos asideros para hipótesis delirantes, como las de Francisco Fonck, que vinculaba asentamientos precolombinos fenicios y vikingos, o místicas, como las de Marcelo Serrano o Sergio Fritz-Roa. Esta revitalización, mayormente simbólica, de la Ciudad de los Césares como un mito meridional de Sudamérica refuerza mi noción de que la Ciudad de los Patagones crea y es, a la vez, la esencia del habitante del Cono Sur.
Así como El Dorado en medio de la selva amazónica refleja el espejismo y los delirios de riquezas a la Indiana Jones en medio de una selva que se tragó una civilización alguna vez poderosa y rica —ya sea las ciudades perdidas del Amazonas o el mismo Imperio Inca—, la Ciudad de los Césares, por su génesis (náufragos y refugiados con tesoros rescatados de su catástrofe), representa la historia de Chile y Argentina, naciones relativamente pobres en riquezas fáciles (no teníamos templos llenos de oro y plata como el Perú, ni un cerro de plata como Bolivia), sino selvas frías y pampas barridas por el viento, donde la ciudad se erige como un refugio soñado, quizás análogo a las visiones salvadoras de aquellos a punto de sucumbir a la hipotermia austral.
La Ciudad de los Césares es un paraíso de aquellos olvidados en las inmensidades patagónicas o las selvas australes, como aquellos salvados por ángeles en Mons o por santos milagrosos en un Deus ex Machina.
La Ciudad de los Patagones es, en parte, símbolo de nuestra resiliencia al vivir en entornos poco benignos para los humanos, fríos y oscuros, donde la esperanza de una tierra rica y brillante nos permite ir un poco más allá en nuestros bosques y fiordos. En parte, es símbolo de la riqueza de esta tierra, donde el Patiití o El Dorado simbolizan la riqueza natural y abundante entre las selvas y montañas. La Ciudad Encantada es un lugar donde las pocas riquezas de la tierra son salvadas de las fuerzas destructoras, donde, de barcos hundidos en tormentas sin piedad o ciudades destruidas por mapuches o españoles, se rescata lo poco que se tiene.
La Ciudad de los Césares es la ciudad idílica, modelo de todas las ciudades fundadas en nuestras tierras australes. Una ciudad de refugiados y náufragos. De exiliados y exploradores. De colonos e indígenas. Una ciudad mestiza, única y encantada, donde todos caben.
Excelente! Muy claro y bien escrito